Los regímenes políticos que se fueron desarrollando tras la “ruptura moderna” del antiguo orden, es decir, las llamadas democracias indirectas, se han caracterizado por garantizar determinados derechos y libertades a todos sus miembros, quienes a su vez periódicamente eligen a sus gobernantes dentro de un marco de elecciones incluyentes, libres y competitivas.
En contraste con lo que usualmente se piensa, las formas actuales de gobierno no son la aplicación a una escala mayor de la democracia clásica que existió en Grecia, sino más bien un sistema distinto. Quienes diseñaron las actuales formas de gobierno se preocuparon por señalar claramente esta distinción, aunque remarcando que la democracia moderna era mucho mejor que la inventada por los griegos. Si la idea central de la democracia clásica era la de erigirse en gobierno del pueblo o autogobierno, como su nombre lo indica, las nuevas formas políticas se basaron centralmente en la idea de representación a la hora de diseñar sus instituciones políticas.
Las actuales democracias establecieron un cambio fundamental respecto a los dos pilares centrales de la forma clásica: la Asamblea como instancia donde se reunía el pueblo para tomar decisiones y la selección de las personas que ocupaban los cargos públicos de gobierno por medio del sorteo. En su lugar fueron reemplazados por otros dos instrumentos: los partidos políticos y las elecciones periódicas. Es durante este pasaje que la idea de participación directa dio lugar a la de representación como concepto central en el proceso de legitimación política.
La representación política se consolidó sobre la base de dos instituciones, las elecciones y los partidos políticos, operando de distintas formas en el tiempo: con base a los partidos de notables durante la segunda mitad del siglo XIX caracterizados por el vínculo personal entre los representantes y los representados y con base a los partidos de masas durante la primera mitad del siglo XX caracterizados por el fuerte anclaje en la sociedad y la representación de intereses.
Sin embargo, esta idea ha ido perdiendo legitimidad y ha entrado en crisis. En la nueva situación que se plantea, desaparecen las relaciones que permitieron durante años la representación: ya no hay sujetos o grupos sociales más o menos homogéneos y permanentes que puedan entrar en el juego homológico antes descrito. La representación tuvo un buen desempeño en el modelo parlamentario y en el modelo de masas, debido a que las características sociopolíticas sobre las que ambos se asentaban lo posibilitaban: ciudadanía restringida en un caso y una sociedad que permitía la constitución de identidades bastante permanentes, en el otro.
Ahora bien, el actual desencantamiento con la política no lleva necesariamente a una crisis de legitimidad de los regímenes democráticos. En los últimos tiempos, la literatura sobre democracia y actitudes políticas ha destacado la propagación de un fenómeno que caracteriza tanto a las nuevas democracias como a las ya establecidas: la legitimidad del régimen democrático convive con una creciente crítica hacia la política en general y hacia las instituciones de la democracia representativa en particular.
Lo que debe fortalecerse es la calidad de la representación, por ejemplo a través de acuerdos parlamentarios que pongan punto final a la idea lopezobradorista de poner primero a lo personajes y después a las reglas del juego.
La evidencia más autoritaria son los escenarios de aprobaciones de leyes inconstitucionales en materia electoral y, de Guardia Nacional que caminan en contra de la democracia, el estado de derecho y las libertades públicas y, aún estamos a tiempo de impedirlo.
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