Sé lista pero no tanto, sé flaca pero no demasiado, maquíllate pero que se vea natural, envejece con dignidad, haz ejercicio, no engordes, sé productiva pero no abandones tu categoría de reproducción, sé autosuficiente, pero con límites. Partiendo de la conceptualización de Simone de Beauvoir del cuerpo como situación y del hecho socio-cultural de ser mujeres como grupo humano, oprimido/reprimido en todas las sociedades, hemos aprehendido que el cuerpo de la mujer es un objeto de represión en la medida en que se subordina a los deseos de los dominadores; es decir, la cuerpa moldeada y construida para las necesidades de los otros. Desde el día uno de nuestro nacimiento, se pone en marcha una maquinaria para lograr que siempre, siempre, nos veamos bonitas. Hemos crecido y socializado con nuestras cuerpas desde un cautiverio simbólico, no es gratuito el tema de la histeria, nos enseñan a no mirarnos, no tocarnos, no disfrutar para nosotras mismas, sino para aquél, que se hará cargo de todas las dimensiones de nuestra vida en nombre del amor romántico.
Los dispositivos religiosos, políticos y socio-culturales para degradar nuestra cuerpa y nuestra sexualidad se han desarrollado en una especie de cautiverio político disciplinario. Con el tiempo suficiente y las narrativas mediáticas pertinentes, cualquier mujer aprende como supuesta cualidad de autocuidado, la autorregulación, la intervención quirúrgica y/o cosmética, de no hacerlo, nos juzgaremos severamente, por no lograr ser lo suficientemente atractivas, ni delgadas, ni altas, ni jóvenes ni blancas. Nunca, en ninguna época hemos podido cubrir las expectativas de belleza irreal que nos imponen, dejándonos en indefensión política, para alcanzar la autodeterminación, más allá de nuestra frontera corpórea.
Cada década, el canon de belleza que nos imponen requiere de un mayor riesgo mental, emocional y físico, ahora en una cotidianidad sobornada por la narco-economía, llega el mandato en el cuerpo de las mujeres de la narco-estética, lo que Sayak Valencia llama Capitalismo Gore. Qué pasa con la narcobelleza, con los actuales “rituales” en el imaginario virtual, en Instagram, tik tok, y otras plataformas donde los filtros alargan el rostro, lo blanquean, borran cicatrices y poros, ofrecen ojos azules o verdes, filtros aspiracionales de blanquitud como sinónimo de bello. Qué sucede con los cuerpos modificados a través de intervenciones quirúrgicas, cómo se sobrevive en la socialización de lo que se nos volvió natural, el aumento de senos y glúteos, raspado de quijada, intervención de párpados, uñas y pestañas postizas, pero sobre todo qué sucede con la exigencia de que las mujeres no podemos envejecer.
En occidente, nos dice Susan Sontag, existen al menos dos modelos de belleza masculina, la del hombre joven y la del maduro, en ambos el avance de la edad en sí mismo es un elemento de seducción. En el caso de las mujeres, solo la juventud sirve como patrón de belleza, “imagino que de joven fuiste muy guapa” como si fuera imposible pensar al mismo tiempo la belleza y el avance de la edad para nosotras. A la par del tamaño y el color de los cuerpos, ¿nos es realmente imposible pensar la belleza en cuerpos distintos a los hegemónicos? Descolonizar el mandato sobre las cuerpas es una tarea difícil frente a las narrativas mediáticas, frente a la narco-estética como grado mayor de belleza, y frente a una sociedad capitalista que nos despojó de nuestra categoría de humanas, para volvernos productos consumibles con fecha de caducidad. Nuestra cuerpa es el espacio donde discurre lo histórico, es nuestra primera pertenencia, nuestra carta de presentación, nuestro lenguaje y postura, la representación corpórea de lo que anhelamos, nuestra cuerpa ancha, morena, gorda, nuestra cuerpa rebelde, alegre sin depilar, nuestra cuerpa creadora y creativa para la transformación histórica, para arrancar de raíz ese capitalismo gore.
Dejemos de pensar en las personas como cuerpos que según el cumplimiento del mandato actual son o no atractivos, en estas épocas de crisis alimentaria, energética y ambiental, hace falta, si me permite importunar, tener la valentía de amar la otredad, lo que sale y florece a la periferia del mandato devorador del capital.