Aún con el ambiente de profunda polarización entre la clase política morelense parece haber una idea en la que todos los aspirantes a cargos de elección o los locales ya en ejercicio coinciden: la reconciliación es urgente. Y la palabra no es ajena a los morelenses, quienes vivieron en el estado a finales del siglo pasado probablemente recuerden haber escuchado insistentemente desde 1997 hasta casi el 2000, sobre la necesidad de diálogo y acuerdos en aquél Morelos lastimado por la administración de Jorge Carrillo Olea y su enfrentamiento con la entonces oposición agrupada en el PAN y PRD.
Los enconos entonces llevaron a la presentación de juicio político en contra del gobernador, la solicitud de licencia de éste y el nombramiento de un gobernador sustituto por el Congreso del Estado, que integró un gobierno que se etiquetó justamente “de reconciliación”, en cuyo gabinete participaron personajes de todos los partidos con representación en aquella legislatura y aseguraron que los poco más de dos años que restaban a aquella administración, transitaran más o menos civilizadamente, hasta el cambio de poder en el 2000.
Pero la administración de Sergio Estrada Cajigal no resultó muy proclive a los acuerdos y apostó por una polarización cuyas líneas pueden seguirse por 23 años hasta la actualidad. Estrada Cajigal y quienes le han sucedido en el gobierno de Morelos fueron más divisores que conciliadores. Los triunfos políticos de Acción Nacional, PRD y Morena y aliados, no incluyeron el componente de generosidad que se espera de cualquier vencedor. La idea de los gobiernos morelenses en todo este siglo ha sido la de regresión a los estilos del pasado en que, como balada cursi de ABBA, “the winner takes it all, the loser’s standing small”, el triunfo en las elecciones equivalía a la eliminación absoluta del contrario por la vía del aislamiento y descrédito. De hecho, sólo los mecanismos de representación proporcional y la pluralidad política de los municipios de Morelos, pudieron mantener vivas a las opciones opositoras en el estado, eso y el hartazgo popular que llevó a una alternancia política extraordinaria desde las alcaldías hasta la gubernatura.
Así que hablar de reconciliación es recurrente en el discurso local en tanto nadie ha sido capaz de aplicarla realmente. Probablemente influya en ello que justo en las últimas dos décadas se han ampliado las herramientas de polarización de forma acelerada; y por el contrario, los espacios de diálogo reconciliador han prácticamente desaparecido. Pero eso no quita la responsabilidad de una clase política embelesada por su propio reflejo cuya mayor ambición es encontrar formas para conservar los espacios de poder y los beneficios económicos, políticos y sociales del mismo.
No debe sorprender entonces que los políticos hablen ahora de la urgencia de reconciliación, aunque esas líneas de discurso parezcan desentonar con el zeitgeist de la política mexicana cuyo tronco es la generación de enconos ramificados en estilos diversos de ruptura y polarización. Lo cierto es que la ciudadanía de Morelos lleva más de 25 años pidiendo a los políticos ponerse de acuerdo y restaurar la comunicación con la sociedad para permitir así el desarrollo de políticas públicas de largo alcance; todos los políticos tienen su época de promesas, así que todos lo han prometido, dialogar y conciliar, pero basta llegar a cualquier espacio de poder y la idea se convierte entonces en imponer o paralizar la acción de gobierno.
Así, la confianza en el dialoguismo de los políticos morelenses se ha prácticamente diluido. Probablemente una muestra de voluntad sería la propuesta, urgente ya, para modificaciones legales que obliguen a los actores políticos a llegar a acuerdos con las minorías, especialmente pensando en que la representatividad de alguien que gana un cargo con la mitad más uno de los votos de sólo la mitad de la ciudadanía, es de apenas un 25%. La figuras son múltiples, desde las mesas de planeación de políticas públicas hasta los gobiernos de coalición. Tendríamos que empezar a revisarlas.
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