No es su falta más grave, pero la simulación en que incurrieron los diputados federales de los partidos Morena, Verde y del Trabajo, al aprobar la Ley General de Ciencia y Tecnología, resulta francamente ofensiva. El documento fue votado en una práctica conocida como albazo legislativo, con el que se rompió el acuerdo para realizar siete parlamentos abiertos (sólo hubo dos que exhibieron las deficiencias en la propuesta de ley en términos técnicos y sustantivos), pese a las advertencias de la comunidad científica sobre los efectos perniciosos que el ordenamiento traerá para el desarrollo del país.
La tarde del martes, organizaciones civiles compuestas por investigadores y académicos acudieron a la Cámara de Diputados para advertir sobre el peligro del albazo, fueron recibidos por diputados del PRI, PAN, PRD y MC, quienes reiteraron su compromiso para la elaboración de una ley consensuada que permitiera dar impulso a la ciencia y tecnología, puntales del desarrollo económico y social de las naciones. Pero al más puro estilo cuatroteísta (nuevo nombre para el priista del siglo pasado), los diputados recibieron el documento con modificaciones unas horas antes de la convocatoria, y Morena y aliados votaron sin haber leído la iniciativa.
Desde una óptica política decimonónica, la ciencia y la cultura carecen de un significado relevante para las agendas gubernamentales. Se cree desde los gobiernos con antiguallas en vez de ideas, que la contribución de la ciencia, la tecnología, el arte y la cultura al desarrollo de una nación, básicamente por ignorar el potencial económico que estas actividades tienen, especialmente para las sociedades modernas. También se pasa por alto el potencial humanizante de arte, ciencia, cultura y tecnología bien orientada, básicamente porque la política suele ver grupos sociales, masas, no seres humanos.
Pero desde cualquier visión de Estado moderno, la actividad intelectual resulta invaluable para el crecimiento, para la convivencia pacífica, para el desarrollo sustentable de las comunidades, las ciudades y las naciones. Negar la urgencia de bases científicas para las políticas públicas es tan riesgosamente bobo como ignorar el impacto que los desarrollos científicos y tecnológicos tienen en la vida de todos y, por lo mismo, en la sociedad, economía y política.
Así que el desaseo en la creación de una ley para la Ciencia y Tecnología representa un enorme riesgo que podría regular excesivamente lo que primero se busca fomentar; contaminar de ideologías el avance de la ciencia; limitar las posibilidades de invención; desmotivar los proyectos de vida relacionados con la actividad científica y tecnológica, entre otros efectos negativos. Aún falta la aduana del Senado, pero el panorama para la ciencia pinta más feo que las nuevas placas de Morelos.
Habrá que ver la ruta que los científicos mexicanos, tan golpeados por el régimen de Andrés Manuel López Obrador, determinan para enfrentar lo que parece una catástrofe grave en materia de ciencia y tecnología. Por lo pronto, en lo que va del sexenio ha sido evidente la caída en la producción de conocimiento, la reducción del financiamiento en general y a proyectos específicos, el aumento de conflictividad entre la comunidad científica y los órganos gubernamentales que se supone les dan servicio. Igual que muchos sectores de la sociedad, los científicos están enojados y tienen razón.
Probablemente una parte de ese enojo proviene de sentirse abandonados en sus reclamos, justo como ocurre con otros grupos que comparten la misma ira, aunque con orígenes diferentes. En el caso de la comunidad científica, el padecimiento puede ser mayor, a pesar de la racionalidad como forma de vida que se han impuesto, en tanto son de los sectores productivos más aislados y menos comprendidos, pese al enorme reconocimiento social que tienen. Es tiempo de acompañarlos.
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