El miércoles 8 de marzo se realizó la conmemoración más concurrida del Día Internacional de la Mujer en la historia de nuestro estado y eso, por supuesto, amerita una mención en esta columna.
Morelos enfrenta una crisis humanitaria que se refleja en 107 feminicidios en 2022, el año más violento para las mujeres en la historia, incluyendo el asesinato de la diputada Gabriela Marín. En lo que va del 2023 se han registrado ya 18 asesinatos de mujeres de los cuales cuatro califican como feminicidio.
Nuestro estado ocupa actualmente el deshonroso primer lugar en desapariciones de mujeres a nivel nacional, con 34 casos por cada 100 mil morelenses. También es la entidad donde las niñas y adolescentes entre 10 y 19 años corren más peligro con una desaparición cada dos días sin que exista una estrategia, ya no digamos para prevenir, ni siquiera para buscarlas.
Es en estas condiciones que el llamado conjunto de 27 organizaciones a la marcha convocó alrededor de siete mil mujeres en Cuernavaca quienes, desde diferentes perspectivas, comparten una misma causa, la eliminación de las desigualdades estructurales que ocasionan desde la imposición de límites artificiales a los derechos de las mujeres hasta el ejercicio impune de la violencia extrema.
Codo con codo marcharon víctimas de violencia, activistas y ciudadanas. Madres junto con sus hijas, compañeras de trabajo, estudiantes con sus maestras, confirmando lo que ya sabemos: que difícilmente encontrarán ustedes en Morelos una mujer que no haya sufrido algún tipo de agravio o maltrato por el solo hecho de ser mujer.
Hubo, sin embargo ausencias relevantes. La primera fue la de la clase política, lo que la remite al lugar que le corresponde como receptora de un mensaje que debe impactar no solo a los partidos en su papel de representantes sociales, sino a todos los gobernantes que tienen la obligación constitucional de velar por el bienestar de la ciudadanía.
La segunda ausencia fue el sector rural. Una quinta parte del millón de mujeres morelenses vive en localidades rurales y su realidad presenta barreras asociadas a fenómenos culturales como los usos y costumbres que eventualmente impactan otros ámbitos como el de la salud, el educativo y el laboral y que debieran ser dimensionadas y expresadas de forma particular.
La tercera y quizá la más grave, es el vacío de las autoridades ante la marcha, quienes han preferido exaltar las acciones de un pequeño grupo de choque, no más de 25 personas, que mediante el destrozo selectivo nutren el discurso de la descalificación y que actuaron libremente a pesar de las amenazas vertidas previamente desde el gobierno del estado, destacando la innecesaria exposición de feligreses en la iglesia del Calvario.
La única nota positiva la recibimos desde el poder judicial en voz de la ministra Norma Piña, presidenta de la Suprema Corte de Justicia, quien reconoció la deuda histórica del sistema de justicia hacia las mujeres, asumiendo su papel como escucha pasivo en ese día y asegurando que se dará prioridad a la atención de las mujeres en condiciones de vulnerabilidad.
En ese sentido, el 8 de marzo es también una ocasión para darle voz a quienes no pueden marchar, a más de 10 mil mexicanas actualmente privadas de su libertad y que sufren de manera agravada las consecuencias de la discriminación.
La diversidad de voces está allí, fuerte y clara. Quienes la escuchen y actúen en consecuencia serán reconocidos en su momento. A los omisos, ni perdón ni olvido.
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