En la idea clásica de la democracia sólo se era libre cuando cada uno se gobernaba a sí mismo, dándose sus propias normas (autonomía). Así, todos los ciudadanos (hombres libres) debían gobernarse sin distinción de capacidades personales o económicas. Libertad e igualdad se implicaban mutuamente. La igualdad entre los ciudadanos era el eje de la democracia y en consonancia con él se diseñaron todas las instituciones de gobierno. El funcionamiento de la democracia ateniense es conocido principalmente por la peculiaridad de la ciudadanía reunida en asamblea la cual encarnaba el ideal del gobierno del demos en tanto garantizaba la participación directa de los ciudadanos en las decisiones que los afectaban y la igualdad de esa participación (en base al principio de isegoria que establecía el igual derecho a hablar en la asamblea). Sin embargo, existían otras instituciones como las magistraturas, el consejo y los tribunales en las que no participaban todos los ciudadanos y que, por ende, no eran identificadas como el demos.
El principio de igualdad en estas instituciones estaba garantizado por un mecanismo fundamental de la democracia ateniense: el sorteo. Este mecanismo permitía que todos los ciudadanos que deseaban ejercer el poder tuvieran la misma probabilidad de acceder a un cargo público y, por ende, ocupar tanto el lugar de gobernado como de gobernante. El sorteo se constituyó así en una institución central de la democracia clásica pues permitía plasmar valores democráticos fundamentales: la rotación en los cargos, la desconfianza en la política como profesión y el igual derecho a participar de los asuntos públicos.
Un rubro sumamente interesante de la democracia como sistema de gobierno es que ésta no fue el producto del diseño de algún pensador sino el resultado de la evolución colectiva de la dinámica política. Los principales pensadores de la época fueron profundamente críticos de la democracia, ya que la consideraban una de las peores formas de gobierno. El núcleo central de las críticas se basaba en que se consideraba que cualquier hombre era apto para ocupar cualquier cargo público, independientemente de sus capacidades. Tanto Sócrates como Platón fueron partidarios del gobierno de los mejores o la aristocracia. Al asociar virtud con sabiduría, la mejor forma de gobierno sería aquella en la que todos aceptaran ser conducidos por los más sabios. Fue Aristóteles, en los tiempos en que las polis entraban en su definitivo ocaso, quien propuso una forma mixta de gobierno: la politeia, una combinación de oligarquía y democracia.
Estas ideas del gobierno mixto tuvieron un fuerte impacto en la Roma Republicana y fueron defendidas por autores como Polibio y Cicerón, quienes veían en el complejo sistema político de su época, la concreción del “justo medio” aristotélico. Sin embargo, los ideales democráticos continuarían vivos en algunas instituciones como los tribunos del pueblo y en el accionar de los políticos del partido popular -como es el caso de los hermanos Graco- y recién se acallarían definitivamente bien entrado el Imperio.
La combinación de oligarquía y democracia es una evocación al politólogo alemán, Robert Michels al plantear que los partidos no son democráticos en sus procedimientos y, sus élites toman las decisiones por el resto, de lo que da testimonio esa ensalada que llaman Morena, dado que su renovación interna no depende de una estructura sino de la voluntad de un caudillo que, se apropia del escenario político para pretender una extensión de su poder personal incluso más allá de 2024 y sin arreglo en la Constitución; no seamos apáticos, dirá el politólogo australiano, John Keane.