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Los sombreros finos de Chinameca – El Sol de Cuernavaca

En Petlalcingo, una comunidad rural al sur de Puebla, Juana y Andrés aprendieron a hacer sombreros desde que eran niños. Sin saber que lo eran, fueron vecinos. Bastaba que se conocieran para que el destino se encargara de unirlos para siempre. Juntos, le hicieron frente a la discapacidad de tres de sus hijos, la muerte de dos de ellos y los primeros fracasos en su anhelo por ser valorados como artesanos morelenses, pero también el reconocimiento que, tarde o temprano, llama a la puerta de quien persevera.

“Él me robó”, dice Juana Casares, mientras teje el comienzo de un nuevo sombrero, con una sonrisa que luego intenta apagar.

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A Juanita, de 67 años, no le gusta que le tomen fotos ni videos. Andrés, en cambio, disfruta de extender sus relatos mientras lo grabo, agregando acotaciones por aquí y por allá. Es mediodía en Chinameca, el pueblo ayalense en el que Emiliano Zapata se acuarteló con sus hombres, antes de ser acribillado en una hacienda azucarera que hoy conserva el dintel en el que impactaron las balas.

“Cuando empezamos a vivir juntos, pensamos en lo que haríamos para salir adelante. Hacíamos sombreros de palma, pero no me gustaban, porque las tiras eran muy gruesas. ¿Por qué no hacer sombreros más finos?”, recuerda haber pensado Andrés Gil, quien hoy tiene 74 años.

Intento tras intento, la pareja fue tejiendo sombreros con tiras de palma cada vez más delgadas, venciendo los límites de lo que conocían, logrando confeccionar piezas que los hicieron coincidir en algo: aquellos no eran simples sombreros, sino obras artesanales de gran valor. El siguiente paso era venderlas.

Un comienzo complicado

Al tejer un sombrero de palma, el comienzo está en el centro de la copa. Los primeros cruces definen la esencia de la pieza y el más mínimo error matemático puede implicar tener que deshacerla y volver a empezar. Andrés y Juana llaman a esta parte del sombrero “comienzo”, porque las cosas son lo que son, y saben que, por más que uno se esfuerce en hacerlo bien, no siempre resultan como uno espera.

“Una vez, no recuerdo quién estaba de presidente municipal, pero fui a un concurso de artesanos y no valoraron mi trabajo”, relata Juanita, pausando el tejido por un momento.

El premio era de tres mil pesos y ella hizo todo lo posible por ganárselo. Confiando en sí misma, acudió al concurso con todo lo necesario para tejer su sombrero y ahí mismo lo confeccionó. Volver a casa sin éxito fue un golpe duro.

El trabajo detrás de un sombrero no siempre ha sido valorado en el gremio cultural. Al final de cuentas, se trata de una pieza diseñada para no ser vista por quien la usa, un escudo contra el sol que no tendría por qué tener un diseño más allá del que le permita cumplir con su función. Pocas personas veían en los sombreros de Juana y Andrés algo distinto, entre ellos Édgar Assad, que en aquellos años se desempeñaba como coordinador de patrimonio cultural en el extinto Instituto de Cultura de Morelos.

“En aquella época, era muy complicado hacer entender a la gente que un sombrero es una pieza artesanal, porque, como se usa mucho, es muy difícil encontrar, por ejemplo, los cánones que se necesitan para hacer una evaluación”, recuerda el pintor.

A punto de tirar la toalla, la pareja optó por dedicarse a otras cosas. Andrés dejó de ofrecer sus trabajos en las sombrererías de Cuautla, cuyos propietarios sólo estaban dispuestos a exponer las piezas de palma fina si les bajaba el precio. Él no aceptó y su negativa lo llevaría a alquilarse como jornalero en los cultivos de la región.

“Esto son cosas de arte, y cosa de arte no se baratea, no señor, me disculpa, pero usted debe darse cuenta de eso”, fue lo último que le dijo al encargado de una de las sombrererías, en una de las últimas ocasiones en que intentó encontrar un mercado para sus piezas.

Sombreros ganadores

Durante el gobierno de Jorge Carrillo Olea, con la historiadora y promotora Mercedes Iturbe al frente, el Instituto de Cultura se dio a la tarea de identificar las artesanías a través de las cuales se edificaba la identidad morelense. El investigador de arte popular, escritor y actor argentino Guillermo Helbling estuvo al frente de dicha hazaña, que logró dar forma a una de las colecciones más importantes que han existido en el país, con los sombreros de Andrés y Juana ocupando un espacio privilegiado, como nunca antes lo habían tenido.

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“Guillermo nos sensibilizó a todos. Nos hizo apreciar detalles que cualquier otra persona podría pasar por alto en una pieza artesanal. En el caso de los sombreros de Chinameca, son exquisitos, de una palma finísima y un proceso de fabricación igualmente delicado”, explica Assad.

Gracias a una de las visitas que el equipo hizo a Chinameca, uno de los sombreros de Andrés recibió el Premio de Arte Popular Morelense.

“Sus sombreros son muy importantes, porque son los únicos que se hacen en Morelos. Son planchados, y ese simple hecho les da gran importancia”, cuenta el promotor cultural Felipe Benítez, quien formaba parte de aquel equipo.

El proceso

Inicia en el momento en que se “raja” la palma, tratando de obtener tiras tan finas como sea posible. Hay que tener vista milimétrica, precisión y “curia”, que es como la pareja se refiere a la curiosidad que se requiere para darle forma a las figuras que adornan los sombreros más elaborados, cuya confección puede extenderse hasta una semana desde el “comienzo”.

Para que los sombreros finos luzcan como lo que deben ser, cada pieza pasa por una línea de producción en la que el vapor de agua y el azufre juegan un papel esencial, al permitir moldear el ala sobre el tejido de palma, además del planchado, que tiene lugar cuando el sombrero termina de secarse. En el centro del patio, un horno construido ladrillo por ladrillo se enciende cada vez que la pieza está lista para bañarse en vapor.

“Ayer lo arreglamos, porque ya se nos había caído la parte de arriba”, dice Andrés, exponiendo el funcionamiento del horno con la rama de un árbol, que usa para señalar cada una de sus partes.

Un buen comienzo

En esta altura del cerro, Andrés y Juanita disfrutan la vista que tiene Chinameca al caer la tarde, uno de sus momentos preferidos para tejer. A la distancia, se aprecia el chacuaco de la hacienda, cuya punta cayó durante el sismo de septiembre de 2017.

Cuando las condiciones se prestan, la pareja sale a confeccionar sus piezas al aire libre. La edad hace que escalar la ladera sea cada vez más complicado, pero, mientras puedan seguir andando, es una costumbre a la que ninguno de los dos piensa renunciar.

“Cuando me pongo triste, me voy a rajar la palma”, suelta ella. “Agarro y me pongo a rajarla, y cuando me doy cuenta ya estoy haciendo un sombrero. Así me olvido de la tristeza, y gracias a Dios vamos saliendo adelante”.

Son días tranquilos. Hace tiempo, Juana y Andrés tuvieron que enfrentar la pérdida de sus hijos Luz y Francisco, que murieron a pesar de los esfuerzos por darles una vida digna. Entre los sombreros y las labores del hogar, padre y madre siguen cuidando de Pablo, a quien le gusta ver la tele, y disfrutando de los nietos que les dio su hija.

“Los quiero muchísimo, a mis nietos”, dice Juana, con un asomo de paz en sus palabras, tras lograr un buen comienzo para su nuevo sombrero.


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