Nunca es fácil ser docente. Los profesores están expuestos, en el ejercicio de su función, a riesgos que no podrían considerarse normales, pero sí resultan inherentes al ejercicio de su profesión. El mayor de estos peligros, según se ha registrado en los capítulos más tristes de la educación en el estado, ha sido el de maestros víctimas de agresiones directas por parte de sus propios alumnos. Estos ataques son muy preocupantes en cualquiera de sus formas, aunque hay muchos a los que los docentes se han acostumbrado (apodos, maldiciones, problemas de actitud), el problema parece causar alerta sólo hasta cuando se presentan las agresiones físicas.
En Morelos, los casos conocidos de maestros víctimas de lesiones dolosas causadas por sus alumnos son contados. En los últimos treinta años se conocen menos de cinco. Pero una maestra acuchillada no es un asunto menor y obliga a todos a ver lo que está ocurriendo en el sector educativo, especialmente cuando la UAEM reconoce también casos de amenazas en contra de sus catedráticos colocadas por estudiantes en redes sociales que si bien no se consideran tan graves, han requerido la atención de la autoridad universitaria.
Llama la atención que maestros, pedagogos, autoridades educativas y hasta observadores de la educación parecen haber identificado el origen del problema que colocan en la pérdida de valores sociales y familiares. La definición es tan amplia que sirve para muy poco en materia de las garantías que los trabajadores de la educación, particularmente los maestros frente a grupo, deberían tener para salvaguardar su integridad física. El deterioro de los valores, o mejor dicho, la transmutación de la escala de valores hace sonar el problema como algo reciente, pero además irremediable en tanto se convierte en una cuestión cultural.
Pese a que casos como el de la maestra de la Universidad del Bienestar en Tlaltizapán que fue agredida esta semana con un arma punzocortante por uno de sus alumnos, han ocurrido antes, lo cierto es que probablemente por su poca frecuencia las escuelas no parecen contar con protocolos para evitar las agresiones de alumnos contra maestros. Tampoco hay un filtro que permita conocer y atender la salud mental de los alumnos, y salvo en contadísimas instituciones educativas hay preocupación por capacitar a los maestros para la solución pacífica de los conflictos.
“Necesitamos que los padres de familia nos ayuden”, dicen las autoridades en cada uno de sus deslindes de hechos graves en las escuelas (alumnos intoxicados por sustancias tóxicas, otros que portan armas, y las agresiones a los maestros) y aunque en parte tienen razón, evidentemente hay muchos padres que no atienden los ruegos de la autoridad y permiten que sus hijos pongan en riesgo a toda la comunidad escolar. En estos casos, la búsqueda de culpables ayuda bastante poco a encontrar las soluciones que resultan urgentes para la comunidad escolar.
Porque todo mundo puede hacer llamados a los padres para que se sienten, hablen con sus hijos, revisen sus conductas, y muchos padres pueden hacerlo y tener éxito en ello, pero la comunidad escolar sigue expuesta a los problemas de padecimientos sociales o psicológicos de unos cuantos. Incluso hasta podríamos cuestionar si todos los padres de familia tienen las herramientas necesarias para educar a sus hijos, si sus hogares y comunidades no son generadores de violencia; pero también si las propias escuelas, la gestión escolar y docente no es también motivo para que el riesgo sea mayor en algunos casos.
Pero según todo apunta, nadie se ha planteado hacerse responsable del problema, y todo queda en una amarga repartición de culpas que nada puede hacer para corregir las condiciones que provocan violencia entre los estudiantes y dentro de las escuelas. A lo mejor alguien que realmente quisiera cambiar las cosas y no sólo evadir responsabilidades, podría plantearse seriamente el diseño de una escuela sin violencias.
@martinellito
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